Me han visitado este fin de año amigos y amigas queridos y me han preguntado sobre las cosas que escribo. Me dicen: “En eso terminaste, en columnista de Prensa Libre”, o me hacen comentarios como este: “Ya no pudiste seguir haciendo literatura y te dedicaste al periodismo”. Otros, me dicen: “¿Por qué atacás a la izquierda si de todos modos hay que cambiar las estructuras?” Estos últimos son los que más risa y más tristeza me causan.
Porque yo soy un “niño heroico”. Soy un joven de los sesenta. De los que dejaron todo, se desclasaron, renunciaron a las prerrogativas familiares… y se lanzaron a la “salvación del país y del mundo”. Esto les consta a muchos amigos que siguen salvaguardados por esas prerrogativas que yo tiré al carajo en su momento y que hasta la fecha me valen. Quisimos, mis amigos y yo, salvar, sí, al mundo. Al ritmo del rock, danzando con el mayo francés, viajamos a Europa en 1968 y volvimos cuando nos pudimos haber quedado. Volvimos a cumplir con el designio de aquello que creímos era la salvación de la humanidad: la lucha por el socialismo… Y contrariamente a lo que algunos puedan estar pensando, no voy a decir que estábamos equivocados. Simplemente éramos jóvenes enardecidos por la desigualdad que sigue imperando en este amado y aborrecido país y simplemente tuvimos la suficiente testosterona como para pretender redimirlo. ¿Equivocados? No lo creo. En aquellos años surgieron los versos de Roberto Obregón y el ejemplo de su hermano Raúl, muerto en un operativo masivo que yo casualmente presencié en las terrazas de la Librería Hispania. Fueron los años del programa “Guatemala en el aire”, de Tino Collado, en La voz de las Américas, y fueron los años del asesinato de Moralitos a manos de Luis Trejo y de la heroica —por no decir idiota— escapada de Efigenio del Martha’s Bar, donde se quedó muerto Roberto Lobo Dubón y también el cuñado del Tecolote Ramírez Amaya.
Y fueron los años en los que me llegaban a ver a la Landívar los amigos que nunca quisieron desclasarse y que se aferraron a las exiguas prerrogativas de su “hogar”. Esos son los “culposos”. Pero también llegaban a buscarme los guerrilleros: me acuerdo de David, que siempre se presentaba pálido, en la noche, a eso de las siete, a decirme que debía yo manejar mi carro para ir a traer cosas a las zona siete. La bendita zona siete. Vaya usted a saber qué cosas a eran. A estas alturas no lo voy a decir… Era la época en la que yo tomaba cervezas con Jorge Sarmientos pero no le decía nada de todo esto. Nunca se lo he dicho. Y andaba a veces con Marco Augusto Quiroa o el Macho Loco Recinos y tampoco les decía nada. El “héroe” era yo. El “niño heroico” de los años sesenta era yo, y tenía que ser un héroe solitario. Si no, nada tenía chiste… Y así fue que sobrevino la tragedia. La gente se comenzó morir. Todos comenzamos a morirnos, excepto los cobardes, porque esos siguen “vivos”. La contrainsurgencia se impuso ya en los años sesenta en tiempos de Peralta Azurdia, y todo comenzó a tomar perfiles de fatalidad… La fatalidad que hasta ahora nos acecha… Esa fatalidad persigue a mi generación. La gente de mi edad, hombres y mujeres, andan por ahí, escurriéndose pegados a las paredes como seres ilegítimos, de esos que creen no tener derecho a existir. Y contra eso me rebelo. Yo, como todos ellos, realizamos algo que en su momento consideramos legítimo. Que nos hayan derrotado es una cosa. Pero que nos consideremos ilegítimos ante la vida es totalmente otra. De donde rechazo el derrotismo vital y enarbolo la vitalidad (cualquiera que sea) para seguir viviendo con dignidad, puesto que sin ella no vale la pena vivir.
De modo que para quienes me dicen que “en eso terminé: en columnista de Prensa Libre”, les digo que sí, que ya quisieran los derrotados y los derrotistas tener medio millón de lectores diarios cada vez que escribo sobre lo que ellos no se atreven a escribir. Y sí, soy un columnista. ¿Qué hay con eso? Soy un “niño héroe” de los años sesenta. Y ahora soy un adulto sobreviviente y digno. ¿Qué hay con eso? ¿A quien le duele? Hoy, cuando acaba 1992, reflexiono sobre mi vida y no me arrepiento de nada. De ninguna de mis fortalezas y de ningunas de mis debilidades. No salí indemne del año. Pero estoy vivo. Siempre les he dicho a mis hijas que el único ejemplo que puedo darles no es el de no cometer errores, sino el de enmendar los que cometo… Y por eso me aman… Y por eso nada más le pido a la vida…
Publicado en Prensa Libre el 03/01/1993, Pag. 11