Hubo una placa en la décima calle y cuarta avenida, cuando el English American School estuvo situado allí, en la que un grupo de ex-alumnos agradecía a las autoridades del colegio los favores recibidos. En la sexta avenida y once calle había otra que aludía a una masacre de estudiantes. Ambas placas inician y finalizan mi novela Los Demonios Salvajes, agotada desde hace muchísimos años y próxima a ser reeditada (valga el comercial), porque las dos fueron muy importantes para mí durante mis correrías de adolescencia por esas calles.
La primera placa desapareció con una parte del edificio del colegio, hoy convertida en espacioso parqueo, y la humanidad nada perdió con su probable fundición y conversión en útiles y vistosos objetos de hierro. La segunda, que conmemoraba otro hecho común en Guatemala: una masacre de estudiantes, también desapareció. En mis obligadas caminatas de reconocimiento del terreno luego de diez años de no estar en el país, un día me quedo paralizado al constatar que no iba a pisar la amada placa de la once calle y sexta avenida, en diagonal al Cine Lux… ¿Cómo podía ser posible que al esperar una tregua del absurdo tráfico de esa esquina yo no pudiera pararme sobre la placa inamovible, sobre mi placa, al incrustada en el asfalto para siempre como sacudón cotidiano a las buenas conciencias?
Ahora sólo había una cicatriz sobre el asfalto: el recuadro y el recuerdo de la placa. ¿Quién la removió? ¿Por qué? Cuando yo cité su texto al final de mi novela no sabía que el 24 de junio de 1956, habiendo la AEU organizado una manifestación pública en memoria de la mártir del magisterio María Chinchilla, y estando el cortejo estudiantil en el Cementerio General, se supo de la captura de varios estudiantes el día anterior; tampoco sabía que, al cundir la noticia, la AEU había convocado a una Asamblea General para el día siguiente, 25 de junio (cuando se conmemoraría el derrocamiento de Ubico) y que, entre otras resoluciones, había decidido dirigirse a la Comisión de Derechos Humanos de la ONU para hacer la denuncia del caso, la cual sería leída públicamente en el Parque Central. Ignoraba también —como buen estudiante clasemediero— que cuando la multitud de estudiantes se dirigía hacia el Palacio Nacional, en el crucero de la once calle y sexta avenida, miembros de la fuerza pública dispararon indiscriminadamente contra el grupo. Saldo: cinco muertos, 30 heridos, 200 detenidos y 50 exiliados. La placa sólo enumeraba a los muertos, claro. Y su texto decía así:
“/GUATEMALTECO/ Aquí murieron luchando por la libertad, la/ democracia y en defensa de la Autonomía/ Universitaria, los estudiantes/ Salvador Orozco/ Álvaro Castillo Urrutia/ Julio Arturo Acevedo/ Julio Juárez y/ Ricardo Castillo Luna./ El pueblo y los estudiantes de Guatemala/ les rinden eterno reconocimiento por su/ noble sacrificio.”/
La hoy ausente placa de la sexta y once conmemora un hecho que —quiérase o no— constituye parte fundamental de la historia contemporánea de este país, y debe permanecer donde ha estado como permanecen Tecún Uman, Barrios, Santiago, Robles o Colón. Y son los muchachos de la AEU quienes deberían restituirla a su lugar. Porque si no lo hacen ellos nadie más lo hará: cada gremio honra a sus héroes y sólo los estudiantes vivos (mientras lo estén) habrán de honrar a los estudiantes muertos, los cuales —dicho sea de paso— a menudo están más vivos que los que andan por ahí encapuchados como miembros del Kuklux-klan, pidiéndole plata a la gente. Creo que es oportuno que la AEU se ocupe de restituir a su lugar de siempre un monumento nacional que es patrimonio del pueblo, y que asimismo informe sobre quién lo quitó y por qué. Se lo deben a los niños y adolescentes que, como yo en mi momento, habrán de pisar diariamente en esa esquina una parte sensible de la memoria colectiva.
Publicado en Siglo Veintiuno el 24/03/1992, Página 10