En la carretera con Mario Roberto

Por Luis Aceituno

Desde la ventanilla de la buseta, mirábamos la Sierra de las Minas y hablábamos de Luis Turcios Lima, de Yon Sosa, de las revoluciones irremediablemente perdidas. Estábamos en Guatemala, luego de algunos años de vagar un poco por todos lados y el regreso nos asustaba. Muchísimo más de lo que estábamos dispuestos a reconocer. Quizá por eso bebíamos tanto y tratábamos con desesperación de reconciliarnos con un país que ya no reconocíamos. Un país devastado por la guerra y algunas otras calamidades. ‘Quique’ Noriega, que acababa de publicar por primera vez la poesía amorosa de Mario Roberto Morales, quería reunirnos para que platicáramos del exilio. Quería escucharnos hablar sobre los tiempos aciagos, para comenzar a reconstruir poco a poco esa fractura que significó la década de los ochenta en las letras nacionales. Comenzar a juntar los pedazos, las astillas, las voces, las historias… Al menos así me había vendido la idea…

Y entonces ahí andaba yo, en esa buseta, junto a Mario Roberto y un grupo de amigos capitaneados por ‘Quique’, rumbo a Las Verapaces. La idea era asistir a la representación del Rabinal Achí, que por primera vez se mostraba en público, luego del silencio y la clandestinidad de los años de guerra. Si yo fuera medio místico, diría que era un viaje a los orígenes, no sé. Lo que sí, es que es uno de los viajes más importantes que he emprendido en mi vida, esto por razones puramente personales. Digamos que nunca imaginé que uno de los rituales del retorno a la patria, iba a ser pasarme con Mario Roberto más de media hora subidos en una rueda de Chicago, “filosofando” y observando Rabinal desde las alturas. Parecíamos ‘ishtos’ liberados en una feria de pueblo. Nos compramos un sombrero vaquero, jugamos lotería y tiro al blanco, comimos toda clase de chucherías y además bebimos como endemoniados.

La ceremonia del Rabinal Achí tuvo, al menos para mí, mucho de mágico. Mucho de esa comunión que siempre quise alcanzar en mi paso por el teatro y mis encuentros con discípulos de Grotowski y Julian Beck, que habían sido mis maestros. Era encontrar en el lugar a donde pertenecía, lo que había andado buscando sin hallarlo por muchos lados. Con Mario Roberto nos pasamos largo rato en silencio junto a los cofrades de San Sebastián. Un precioso y extraño ritual de bienvenida: solo se arrejuntaron en la banca donde estaban sentados y nos ofrecieron un lugar. Luego nos pasaron el octavo del que bebían. Todo esto sin mediar una palabra.

Sobre la medianoche, paramos en una cantina, mientras los demás se fueron a dormir. Hablamos de Allen Ginsberg y de Lawrence Ferlinghetti, con quienes Mario Roberto se había encontrado un año antes o algo así. Sonaban insistentes canciones de los Tigres del Norte. Himnos sobre ilegales, narcos y mojados. Una pareja indígena bailaba al centro de la sala. Eran demasiado jóvenes, casi menores de edad. Estaban más borrachos que nosotros. Ella llevaba un niño a tuto que se mecía con sus movimientos. Se aferraba con fuerza a su compañero, quizá para no caer, quizá para no sucumbir en esa noche en que, como mudos testigos, los vimos bailar hasta el amanecer.  

Publicado el 21/09/2021 ─ En elPeriódico