Hoy ―cuando en nuestra querida universidad celebramos la excelencia académica estudiantil― es una ocasión oportuna para hablar del estudiante universitario como encarnación de un deber-ser cognitivo y patriótico para el momento histórico que vive esta tierra que nos vio nacer y esta universidad que nos ha dotado de saberes y capacidades que cambiaron nuestras vidas.
Es necesario hablar de un deber-ser estudiantil porque nos cobija una universidad pública ―la única en nuestro país― y eso hace que lo que el Alma Mater nos ha dado sea producto del trabajo de nuestro pueblo, lo cual nos impone moralmente devolverle a ese pueblo algo de lo mucho que nos ha dado y que nos sigue dando en materia de conocimiento científico y capacitación profesional.
¿Qué significa entonces ser un estudiante de la Universidad de San Carlos de Guatemala en esta primera mitad del siglo XXI, cuando nuestro país ―al igual que el resto del mundo― se encuentra sumido en el caos político, la crisis económica, la violencia del delito organizado y la ausencia de un paradigma ético y moral que oriente nuestra conducta en la lucha por una sobrevivencia digna de la especie humana?
Ser estudiante es, por definición, ser alguien que vive una vida dedicada al cultivo de la mente, al desarrollo de las capacidades cognitivas que nos permiten analizar, sintetizar explicativamente lo analizado y plantear soluciones a los problemas que enfrentamos como individuos y como sociedades. Ser estudiante es, también por definición, ser alguien comprometido con una formación intelectual capaz de orientar a su prójimo en lo relativo a la explicación de por qué la realidad se comporta como lo hace y no de otra manera. Ser estudiante es, en fin, asumirse como alguien comprometido con una ética y una moral que le den sentido a su entrega intelectual y a su tarea de explicar e interpretar científicamente todo aquello que quienes no han gozado del derecho al estudio no entienden, y por ello son presa fácil de la manipulación por parte de intereses que no convienen a las aspiraciones de las mayorías. Ser estudiante implica entonces existir como un aprendiz de guía del propio pueblo en la parcela de conocimiento que se llegue a dominar cuando se culminen los estudios.
Nuestro país necesita de un tipo de estudiante así, y de esta manera lo planteamos para nuestra Universidad. Sobre todo, debido al momento político intervencionista que vivimos y por las repercusiones que eso tiene sobre esta casa de estudios. En tal sentido, el estudiante carolino debe ser un ejemplo de potencial intelectual orgánico de su pueblo, porque, como dijimos, a su pueblo le debe literalmente la realización de sus estudios y también su vida profesional. Este es el deber-ser estudiantil: construirse como un patriota que pone al servicio de su pueblo su conocimiento y su práctica científica. El egoísmo profesional que no supera el afán de lucro no sólo es desagradecido, sino, sobre todo, estéril en materia de contribución al mejoramiento de las condiciones de vida del pueblo, que es quien nos dio la oportunidad de ejercer una profesión universitaria. Por lo tanto, contradice el espíritu del Alma Mater y su ideario de educación pública laica, gratuita y obligatoria. Y asimismo, traiciona el espíritu de la autonomía universitaria que, esencialmente, se debe al interés nacional-popular, pues para eso está desligado del control estatal y de los intereses sectoriales que pugnan por ejercerlo sobre el resto de la sociedad.
Nuestra Universidad transita todavía una fase de recuperación de su antigua excelencia académica, la cual perdió por causa de la agresión de la que fue objeto a principios de los años ochenta del siglo pasado, cuando poco menos de un millar de sus miembros fueron asesinados, exiliados y aterrorizados por la dictadura oligárquico-militar de entonces.
Para contribuir a la recuperación universitaria, el estudiante carolino necesita convertirse en un agente activo de la excelencia académica, exigiendo a sus profesores una educación de primera calidad, un compromiso docente insobornable y una entrega absoluta a enseñar a ejercer el criterio propio del estudiante y no el del profesor, por muy brillante que éste sea. Y a sus compañeros, una actitud vigilante y dedicada por entero a velar para que esta excelencia académica se desarrolle cada vez más y no mengüe ni derive en clientelismos de nota fácil o en amiguismos de trago y sobornos velados. Quien así actúe estará traicionando la razón de ser de su Universidad y también el esfuerzo de la mayoría que le regala sus estudios.
En este momento histórico de nuestra academia, la ética estudiantil necesita volcarse hacia la realización de una radical reforma universitaria que coloque de nuevo a nuestra Universidad entre las mejores de América Latina. Con ello, le estaríamos devolviendo a ella y al pueblo que la mantiene, algo de lo mucho que le da. Al estudiante le toca, pues, ser un excelente estudiante, lo cual implica estimular a sus profesores a ser mejores maestros. Un estudiante que no estudia es como un ave que no vuela, como un jinete que no cabalga, como una luz que no alumbra. No es un estudiante. Es cualquier cosa, menos eso.
Para devolverle a su país algo de lo que éste ha invertido en él, el estudiante debe proyectar su práctica cognitiva y cívica hacia el mejoramiento académico de su universidad y hacia el mejoramiento de las condiciones de vida de su pueblo. Así se justifica la organización y la movilización estudiantil cuando ésta última se hace necesaria. Así se justifica la crítica, la carnavalización jocosa de las anomalías económicas, políticas y culturales de su sociedad, y así se justifica su alegría, sus jolgorios, su música y su rebeldía juvenil. Pero si se cede a la fiesta por sí misma, desprovista de contenidos cívicos, políticos e ideológicos, se cede a la irresponsabilidad y a la inmoralidad por traición a la condición de estudiante de una universidad pública que, además, tiene en su haber una tradición cívico-patriótica como pocas en la América Latina.
El estudiante universitario carolino es, entonces, en sí mismo, un sujeto moral. Es un deber-ser institucional encarnado en un individuo, siempre y cuando éste mantenga una práctica cognitiva y cívica congruentes con la misión universitaria y con la entrega de ésta al mejoramiento de la vida de los demás. En mi discurso de aceptación del Doctorado Honoris Causa que esta tres veces centenaria universidad me confirió el 4 de mayo de 2017, dije que:
“El rescate de la excelencia académica mediante el pensamiento crítico como rector de la reflexión universitaria, así como el recobramiento del estudiantado y sus dirigencias en calidad de agentes efectivos de esa criticidad, puesta al servicio del cambio social en favor de las mayorías, se impone a fin de darle continuidad a nuestra hermosa tradición democrático-popular universitaria, que fue la que hizo grande y célebre a esta ilustre y conspicua academia guatemalteca”.
En otras palabras, el estudiantado juega un papel central en la hermosa tarea que tenemos de recobrar para nuestra casa de estudios la hegemonía del pensamiento crítico, en el entendido de que ―como decía Martí― la crítica no es otra cosa que el ejercicio del criterio. Pero del criterio propio. No del de otra persona. Nuestra Universidad necesita un estudiantado que se asuma como agente del cambio social mediante su excelencia cognitiva y profesional. Y eso implica ser estudiantes exigentes consigo mismos, con sus compañeros y, sobre todo, con sus profesores. Para eso estamos en una universidad cuya autonomía implica una democracia interna en la que la relación profesor-alumno es participativa y horizontal y no autoritaria ni verticalista. Y la única manera en que un estudiante puede honrar esa horizontalidad es siendo ejemplo de excelencia y compromiso cognitivo, intelectual, académico. La Reforma Universitaria a la que todos nos debemos empieza por allí: por convertirnos todos en intelectuales responsables y orgánicos con nuestro país, con las necesidades de sus mayorías, y no de sus élites, pues el trabajo de las mayorías es el que nos hace estudiantes y, después, profesionales.
Por todo lo dicho, el deber-ser estudiantil pasa también por una defensa incondicional de la autonomía universitaria, pues ésta es el alma de la democracia institucional que iguala a maestros y pupilos como seres humanos empeñados en la misma tarea: dotar a nuestro país con una clase intelectual de primer orden. Una clase intelectual capaz de explicar críticamente el país a quienes no pueden estudiar porque se pasan la vida sobreviviendo, y capaz también de interpretar sus problemas y de ofrecer soluciones a los mismos.
El deber-ser estudiantil pasa igualmente por la defensa férrea de la educación pública, laica, gratuita y obligatoria, y por el combate sin tregua a la privatización de nuestra casa de estudios. Todos los estudiantes, docentes y egresados le debemos ese tanto a quien tanto nos ha dado por tantísimo tiempo.
La mejor manera de hacer política estudiantil es, pues, contribuyendo a elevar la excelencia académica de la Universidad. No ocupando vandálicamente las calles o las instalaciones universitarias para lograr dominar espacios de poder corrupto y con escasa o nula calidad académica. El sentido último de la Reforma Universitaria es elevar la calidad científica de esta ilustre academia para reinstalarla en el lugar que le corresponde en el concierto de universidades del mundo. Su sentido no consiste en facilitar ascensos al poder de clicas políticas con intereses extrauniversitarios. Por ello, el movimiento estudiantil no debe prestarse a maniobras como esta, sino abocarse al interés general universitario, que es el elevamiento perenne de la excelencia académica de la institución.
Ser, hoy, un estudiante carolino implica, entonces, asumirse como un sujeto moral del cambio político, siendo a la vez un intelectual orgánico del pueblo al cual debe su condición crítica, culta y consciente. Este es también el compromiso de cualquier profesional de nuestra Universidad. Y algo más: si somos consecuentes con la moral universitaria, jamás dejaremos de ser estudiantes. Al contrario: siempre nos mantendremos aprendiendo de todos para adquirir así la autoridad cognitiva y moral que nos facultará para cumplir con el lema universitario de enseñar lo que sabemos sin distingos ni discriminaciones y con plena y absoluta libertad.
Termino estas líneas citando un fragmento de la gran Violeta Parra, quien le cantó así al gremio estudiantil:
¡Que vivan los estudiantes,
jardín de las alegrías!
Son aves que no se asustan
de animal ni policía,
ni les asustan las balas
ni el ladrar de la jauría.
(…)
Me gustan los estudiantes
porque son la levadura
del pan que saldrá del horno
con toda su sabrosura,
para la boca del pobre
que come con amargura.
(…)
Muchas gracias.
Mario Roberto Morales ─ Iglú, USAC│22/05/2017.