El exilio suele ser evocado con nostalgias de altos vuelos por parte de quienes han tenido la oportunidad de experimentarlo; hablan de soledad, de xenofobias padecidas, de amores con hermosas extranjeras casi a contrapelo de una increíble voluntad consagrada a la acción «por el bien de la patria», y de nostálgicas sesiones espirituosas con los compatriotas venidos a menos en el país en el que les ha tocado en suerte sufrir «la lejanía del terruño». Pobrezas que luego se recuerdan entre risas de satisfacción por la intensidad de lo vivido; olvidos pasionales y «traiciones» por parte de la persona amada debido a que ha entrado a operar aquél axioma según el cual el amor de lejos…
Y en fin, la ingratitud de los propios correligionarios políticos en el exilio, las aserradas de piso entre cuñas del mismo palo, el deseo y posesión de la mujer del prójimo, las puñaladas traperas de las cónyuges de esos prójimos que hallaron en otro exiliado la comprensión que nunca se hubieran atrevido a aceptar si no es en los ámbitos liberadores del destierro; el súbito darse cuenta por parte de hombres felizmente casados de que sus esposas no los comprenden pero sí una joven militante fogosa; esos repentinos encuentros consigo mismo que gracias a no estar «en el país» algunos patriotas furibundos suelen experimentar, atreviéndose entonces a mostrar inclinaciones políticas, religiosas o afectivas que en «el país de origen» permanecían convenientemente refundidas en el archivo mejor protegido del disco duro y que ahora parpadean «en pantalla» en el más avanzado Word Perfect 6. Y bueno, la inusitada conciencia sobre la belleza y la complejidad del propio país gracias a «la distancia» que el doloroso exilio impone sobre los «mejores hijos de la patria», hace presa de los exiliados y los induce a añorar su país según la máxima dariana sobre que «si la patria es chica, uno grande la sueña».
Por eso los exiliados comienzan a pensar su país según las ventajas de París pero sin la neura de los parisinos, y lo mismo ocurre con México y el smog, con Estados Unidos y el stress, y hasta con Costa Rica, donde la paz se gana a los más violentos exiliados haciéndolos reflexionar en que después de todo quizás fueron muy duros con sus enemigos y que tal vez se merecen ese exilio que, bien visto, comporta inmensas ventajas si uno es capaz de «asimilar las adversidades» y «aprender de los propios errores».
El exiliado tropieza a cada vuelta de esquina con emociones que jamás hubiera vivido de no haber sido por la «traumática experiencia» en la que de pronto se encuentra inmerso: sin que lo hubiera soñado, en el extranjero se le comienza a ver como representante de su país y como un ser de elevadas cualidades que su condición misma de exiliado confirma sin más. Asimismo entra en contacto con «personalidades» homólogas de otros países y, al acceder a un status que en su país jamás hubiera llegado a tener, comienza a hacer del exilio el mejor ámbito de su condición humana y -por qué no- de su sobrevivencia. Los más listos y menos escrupulosos (casi siempre coinciden estas dos cualidades) logran relacionarse con agencias de cooperación internacional y, articulando proyectos a partir de la solidaridad con su pueblo -con la «justa lucha del pueblo» tal y tal-, se convierten en verdaderos benficiarios de otros exiliados menos colmilludos que van llegando después al país anfitrión y también de su propio país como globalidad, puesto que en foros internacionales y publicaciones diversas denuncian hasta la saciedad las injusticias que nos les permiten a ellos disfrutar de los soleados cielos de la patria y del calor de la familia. Así, estos exiliados célebres montan institutos de investigaciones, comités de solidaridad, asociaciones de viudas, madres o hijos de desaparecidos, torturados, perseguidos, etc., y, para el efecto, se las arreglan para tramitar su condición de funcionarios de Misión Internacional con las exensiones que tal condición implica (automóvil, menaje de casa, impuestos de aeropuerto, etc.).
Los exiliados menos colmilludos y, por ello, menos exitosos, se refugian en el sueño de una «patria liberada», a contrapelo de todas las perestroikas y las derrotas estratégicas y de la corrupción de los dirigentes y el bajísimo perfil del comandantismo. Entonces descubren vocaciones literarias y se lanzan a escribir dolientes poemas sanguinolentos, pasquines editados en Macintosh y a visitar a los colegas del exilio para levantar ánimos y expresarles que la lucha sigue y que la organización está experimentando un repunte a pesar de la inclemencia del enemigo.
Otros, más agudos, han abandonado todo tipo de vinculación militante y aceptan desempeñar trabajos variados que van desde correcciones de pruebas y traducciones (cuando el exiliado habla inglés) hasta interinatos en las facultades de ciencias sociales e incluso labores de habilidad manual (si el exiliado no ha tenido la suerte de ir a la universidad). Las becas son otro expediente para este tipo de exiliado, pero tienen la desventaja de que son manejadas por los colmilludos, quienes les exigen un porcentaje «para la lucha» o les condicionan la ayuda a que escriban u organicen actos conmemorativos según la línea de la organización. El «duro pan del exilio» se suaviza considerablemente para aquellos que deciden quedarse a vivir para siempre, sin sueños ni triunfalismos ni frustraciones, en el país anfitrión, y para los que deciden regresar a la patria que los expulsó en su oportunidad. Aquellos se acuerdan de vez en cuando de algún platillo favorito y estos vuelven renegando del atraso ideológico de la población. Entre estos, unos no aguantan lo que siempre aguantaron antes de salir al exilio y se vuelven a exiliar esta vez por su cuenta, y otros se quedan para adocenarse o para reincidir en su aficiones políticas, cuestión esta que les depara ya no el exilio sino el final de sus días. Otros aún, se asoman y esperan con el corazón en la mano a ver de dónde, si de la izquierda o de la derecha, les viene la invitación a salir (porque han sido críticos de ambos bandos), y escriben para «ensanchar la sociedad civil» y «consolidar el proceso de democratización», viendo a ver hasta cuando podrán hacerlo.
Como no se trata ahora de hablar sobre quienes se han quedado en su casa y se han perdido la experiencia del exilio, no diremos lo que los exiliados piensan de ellos, toda vez que encontrarlos después de diez o quince años les provoca fuertes sentimientos de lástima por el atraso y la inconsciencia en que los hallan. Eso refuerza la imagen de superioridad que el exiliado tiene de sí mismo y del limbo que se ha inventado para vivir sus fantasías. Con todo, el exiliado se aferra de ahora en adelante a su experiencia de destierro porque de ella depende ya la integridad de su ser social e individual. El exilio, dice E.M. Cioran, tiene sus ventajas. Y en el trópico éstas son más coloridas, como hemos podido ver. Pero aparte de su colorido, es imprescindible desarticular los mitos de la izquierda por el lugar que mejor permite partirlos. No sólo el exilio es susceptible de tal operativo. También lo son todos los términos de la ya esclerótica retórica que con lujo de necrofilia invita a la victoria o a la muerte, a la sangre y al sacrificio, etc., mientras en la práctica cunden mecanismos como el centralismo, la intolerancia y el incondicionalismo, en detrimento de la democracia, el diálogo y el disenso.
¿Cómo no van a exponerse los mitos de la izquierda al refrescante sentido del humor? Sólo pasando por la crítica de la práctica de la izquierda pueden sus principios aspirar a tener una continuidad vigente, actuante, renovada. Lo demás es dogma, fanatismo… Y, claro, debilidad política, raquitismo ideológico.
Publicado el: 04/04/1992. – En: Siglo Veintiuno, Pag. 12