Intentemos una interpretación de este enigmático personaje (sin pretender que sea la única verdadera). Esta deidad indígena se encuentra, por ejemplo, en Santiago Atitlán, en San Juan La Laguna, en Zunil y también en San Andrés Itzapa, donde recibe el nombre de San Simón. Los antropólogos que la han estudiado han establecido que la imagen está asociada con San Pedro, con Judas Iscariote y con Pedro de Alvarado, pero (pienso yo) también debe tener una identidad precolombina que puede estar asociada con algunas de las múltiples transfiguraciones de Kukulkán, la Serpiente Emplumada, unión de reptil y ave, de cielo y tierra, la deidad máxima de los mesoamericanos precolombinos.
El sincretismo que observamos en torno a esta imagen tiene obvios orígenes coloniales, de la época cuando los curas mendicantes sustituían dioses y diosas precolombinos por santos y vírgenes para catequizar a los indios. Lo interesante es que Maximón se asocia, en la mentalidad de sus fieles (y según Mendelson), con la traición y la destrucción: San Pedro traicionó a Cristo, Judas también y Pedro de Alvarado destruyó la civilización local. ¿Por qué entonces los indígenas adoran a esta deidad? ¿Adoran a sus verdugos o adoran a la deidad precolombina que los curas españoles intentaron sustituir con santos de similar contenido religioso?
Así como los indios que rezan en la iglesia de Chichicastenango lo hacen mirando hacia el suelo porque la iglesia está construida sobre una pirámide, ¿será que los adoradores de Maximón rinden culto a la deidad precolombina disfrazada de su enemigo el Conquistador y de sus enemigos los santos extranjeros? Probablemente se trate de una intrincada mezcla de todo esto. Lo que nos importa a nosotros ahora es el carácter negociador de la deidad en el sentido de que cambia de identidades y se disfraza constantemente. Es más, el Maximón de Santiago es una máscara debajo de la cual no hay rostro. Maximón es la máscara, es la negociación de identidades, es el mestizaje intercultural, es una deidad-sujeto intercultural, y en eso es igual a sus fieles, indígenas (en el caso de la cofradía de Santiago y otras) y ladinos (en el caso del Maximón-San Simón de San Andrés Itzapa). Por su parte, los fieles del Maximón de Atitlán lo mismo lo visitan a él en secreto que a Jehová en la iglesia protestante y a Cristo en la iglesia católica. Es decir que ellos mismos negocian su identidad religiosa según las necesidades que les plantea la circunstancia concreta en que se encuentran, quedando bien con todos los dioses que pueblan su intenso imaginario.
Cuando hablamos del síndrome de Maximón, estamos usando una metáfora para referirnos a nuestra habilidad para transitar de un código cultural a otro, de una identidad a otra en una realidad intercultural e interétnica dinámica como es la nuestra. Este síndrome puede ser conflictivo y doloroso en el caso de indígenas que se sienten culpables por desear el modo de vida ladino, y en el caso de ladinos que se avergüenzan de su ancestro indígena. Pero puede ser pleno y gozoso en quienes asumen su particular mestizaje como identidad digna y saben valorar ambas vertientes de su cultura y su etnicidad. En estos casos, el síndrome de Maximón es una bendición. En los otros, es el infierno.
¿De qué manera padezco yo el síndrome de Maximón?, es la pregunta obligada de los guatemaltecos mestizos (¿los hay que no lo sean?). Y de la respuesta sincera a ella depende la semilla de la que brotará la democratización interétnica de nuestro país, ya que responder a la interrogante implica un proceso de autoconcientización acerca del propio mestizaje, con lo que estaríamos logrando realizar una dinámica autoeducativa en el sujeto interétnico, que es el principal protagonista de las acciones del gran frente popular interétnico e interclasista que buscará construir una nueva hegemonía asimismo interclasista e interétnica, para diseñar y luchar por un interés nacional democrático.
Publicado el 17/07/2000 — en Siglo Veintiuno
Admin Cony Morales