Tomar el camino de tierra cruzando hacia la derecha cuando se sale de Los Aposentos hacia la Antigua, llegar al parque de San Andrés Itzapa, doblar de nuevo a la derecha y luego a la izquierda.
Entrar al templo de San Simón, hacer fila mientras los sacerdotes del santo hacen limpias con guaro y «siete montes», colocar nuestras candelitas (verdes para los negocios, rojas y celestes para el amor y el pisto, amarillas para protegerse de enemigos ocultos o negras para que el santo nos haga el milagro de que algún indeseable abandone para siempre este mundo), no desesperarse con el aire enrarecido por el humo de los cientos de velas y el azúcar y el guaro quemados y, en fin, cumplir con las oraciones y el ofrecimiento de puros al santo y los rituales y la fe, es el requisito de una peregrinación de fin de semana o bien de la observación ladina, fría, «antropológica» y distanciada de uno de los acontecimientos culturales cotidianos más interesantes de Guatemala: el culto de San Simón.
Deidad que igual hace el bien que el mal, siguiendo fielmente la tradición precolombina de Kukulkán-Gucumatz-Quetzalcóatl, San Simón, como Maximón, no es un dios moralista y buenito, sino un dios que apela a la conciencia plena de sus devotos para concederles lo que piden, mediando únicamente la justeza y la impecabilidad de la petición. Esta puede consistir en la prosperidad de un ser querido o en la muerte de un ser odiado; en la propia salud o en la enfermedad del prójimo. Según.
La moral precolombina se basaba precisamente en la justeza y la impecabilidad del ejercicio de lo bueno y lo malo, y no en la bondad unilateral propia de las religiones occidentalizadas.
Por eso los santos de los indios son igualmente poderosos en el lado claro y en el lado oscuro de las cosas. He aquí, pues, un dios para todo y para todos.
Una increíble experiencia cultural…
Publicado el 26/03/1993 — en Revista Crónica
Admin Cony Morales