Archivos MRM│EL OXIMORON DE LA MUERTE (Primera de muchas sátiras)

Ser escritor tiene sentido. Un sentido que ahora no voy a discutir, confiando en que el lector lo tenga claro. Lo que no tiene sentido alguno, y no lo tiene desde cualquier perspectiva que se mire el asunto, es ser escritor guatemalteco. Veamos por qué.  Lo peor que puede ocurrirle a alguien que escribe es que no lo lean. Por lo tanto, escribir en un país en el que no existe un mercado de lectores y donde el índice de analfabetismo (real y funcional) es elevadísimo, no tiene mucho sentido y resulta ser una actividad bastante absurda además de humillante por ignorada. Pareciera, por tanto, mucho más constructivo dedicarse a la radio y a la televisión.

Además, algo de lo más grave que puede ocurrirle a alguien que escribe es que editen mal sus obras. Por tanto, escribir en un país en el que casi siempre la actividad editorial carece de profesionalismo porque generalmente son mecanógrafos los que se encargan de levantar los textos y de hacer el diseño de paginación, y son impresores lo que hacen los diseños de portada, no tiene mucho sentido y resulta ser una actividad bastante absurda, además de denigrante por su mala calidad en la presentación, a la que suele añadirse la mala calidad literaria por falta de círculos de crítica y comentario.  Por si esto fuera poco, algo de lo más frustrante que puede ocurrirle a alguien que escribe es que su obra –mal editada– no se distribuya entre el puñado de lectores locales y mucho menos entre los lectores internacionales. Por lo tanto, escribir en un país en el que las editoriales no le dan tratamiento mercantil al libro literario ni le aplican técnicas de mercadeo y promoción sino lo embodegan como artículo suntuario para perfilarse como espacios de mecenazgo y filantropía, no tiene mucho sentido y resulta ser una actividad bastante absurda, además de frustrante por no remunerada. Las honrosas cuanto parciales excepciones sólo confirman –como siempre– la regla.

Las poses de quijotismo y sacrificio se pueden adoptar de miles de formas y no hace falta hacerse escritor –o intentarlo infructuosamente– para ejercer semejante exhibicionismo narcisista.  La condición de escritor guatemalteco es oximorónica. Un oxímoron –suele no saberse– es una figura retórica que expresa una realidad contradictoria y autonegatoria en sí misma. Se es oximorónico cuando se dice, por ejemplo, “oscuridad luminosa”, “negrura blanca” o “gigantismo enano”. Escritor guatemalteco es un oxímoron porque una de las dos condiciones que componen esa condición compuesta devora a la otra, la niega, y lo que queda es la nada: una actividad onanista, narcisita, exhibicionista, que poco tiene que ver con la literatura y, claro, con la nacionalidad guatemalteca, que parece haber sido hecha para que les quede bien sólo a los finqueros, los militares, los políticos, los comerciantes, los profesionales técnicos y los narcotraficantes, secuestradores y robacarros, que a menudo coexisten varios en uno.  Pareciera que si uno es escritor no debiera ser guatemalteco porque la nacionalidad ahoga su literatura. Y que si uno es guatemalteco no debiera ser escritor porque queda automáticamente fuera de las oportunidades de vivir con decoro, ya que queda fuera de las roscas de poder.  ¿Cómo puede ser importante un escritor en un país en el que la lectura no existe ni se fomenta como actividad humana diaria? Por eso, los escritores asesinados por subversivos fueron asesinados por ser subversivos y no por ser ser escritores. Decir lo contrario es pura pose de escritorcito subdesarrollado e izquierdoso. De cultor municipal. Como ocurre con esos opacos cultores de melancólico aspecto porcino, que sólo merecen que alguna vez uno los cocine a fuego lento como grasosas tortas de carne. O como las melómanas libélulas de izquierda, cuya única tortura ha sido la amenaza de arrugarles el traje entre caídas de mano y alaridos de ¡nooo, nooo, nooo…!, pero que navegan con bandera de exiliadas y sufridas criaturas, consecuentes con su desvelada idea de una revolución que siempre hubieron y habrán de hacer otros. O como los mariposos del ocaso que, con lastimero look oxigenado, se han vuelto de pronto líricos defensores del pueblo y hasta ex-revolucionarios por ósmosis (quién no lo es ahora), cuando todo eso ya no implica ningún peligro ni appeal y es más bien penosa pose de miedosos irredentos. De coquetos y miméticos narcisos de la culturita exhibicionista local, que cuentan siempre con la ignorancia endémica del interlocutor vernáculo para poder decir y escribir impunemente cualquier risible tontería, aprendida de pasadita en diccionarios y enciclopedias comprados en oferta a hábiles vendedores a domicilio.  Si nos atenemos a los tres casos anteriores, renunciar a la literatura en Guatemala es renunciar a ser metido en el mismo paquete del absurdo, el autoengaño, la pose, el exhibicionismo, el narcisismo, el onanismo cultural, el vedetismo, la payasada. ¿Y qué hacer al dejar de escribir? Bueno, pues se puede empezar por contemplar el mundo, leer un árbol en lugar de leer un libro, mirar las nubes en vez de mirar la tele, monologar en lugar de hablar incoherencias en actos ministeriales. Conocerse a sí mismo y no fingir que se conoce todo acerca de los demás. Así, los escritores vivirán felices para siempre, sin frustraciones, renegamientos y quejas sobre que el país es inculto, que no comprende, que nada se hace bien, y que esto y que lo otro.  Para que un escritor guatemalteco –esa contradicción caminante– pueda alcanzar la paz interior, no debe escribir más. Debe dejar de escribir. Y esperar volver a nacer, en otro país. Por tanto, pareciera que si se quiere seguir siendo guatemalteco se debe renunciar a la literatura, y si se quiere seguir siendo escritor se debe renunciar a la nacionalidad. Como el ejercicio de la literatura por parte de un guatemalteco es un ejercicio frustrante y, por ello, absurdo, y en vista de que la asunción de la nacionalidad guatemalteca por parte de un escritor es colorida y vistosa pero sufridita y, por ello, también absurda, pareciera que lo que más conviene al oximorónico escritor guatemalteco es, además de renunciar a la literatura, renunciar también a la nacionalidad. Quién sabe, tal vez ése sea el precio de su felicidad.

En cuyo caso ésta le saldría francamente barata. Además, sería interesante ver lo que hace el país sin sus escritores. Tal vez mejora, aunque lo más probable es que siga igual, lo que indicaría que los escritores son el artículo más innecesario que existe y que el país puede seguir viviendo sin ellos puesto que no se va a acabar con su ausencia, y que más vale su suicidio colectivo a tiempo que su languidecimiento penoso a destiempo. En todo caso, seguirán existiendo los grandes cerdos del alba, las libélulas de izquierda y los mariposos del ocaso, para la mayor gloria de la cultura local.  Dejar de escribir puede ser, además, la gran contribución de los escritores guatemaltecos al proceso de paz, en el que tampoco tendrán cabida si siguen escribiendo pero en el que sí la tendrán si se dedican a la burocracia y a otras formas de medro deshonesto, como corresponde al lugar y al tiempo en el que les tocó escribir y –ojalá– dejar de escribir. En otras palabras, lo que les conviene es seguir el feliz ejemplo de políticos, militares y comandantes para así ascender más que el cóndor y el águila real, como dice la canción, y ya dejar de sufrir y dejar de anhelar.

Publicado el 28/06/1996 — en Siglo Veintiuno

Admin Cony Morales

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