Archivos MRM│UN GRAN FINAL PARA UN GRAN ESPECTACULO

Las diferentes reacciones que el “Acuerdo sobre Aspectos Socioeconómicos y Situación Agraria” ha provocado tienen una lógica implacable. No se trata de entristecerse porque la firma de la paz sea inminente, ya que esa formalidad protocolaria es imprescindible para que la clase dirigente pueda introducir al país en las coordenadas de la globalización económica y la posmodernidad ideológica. Pero es imposible no soltar una risita de ciudadano burlado cuando uno lee el texto del Acuerdo y se percata de que gran parte del mismo no es sino una reiteración de la ley que ya existe en el papel y un conjunto de propósitos que cualquier gobierno inteligente tendría que imponerse como parte de su agenda de ejercicio del poder.

De modo que cuando uno lee el Acuerdo, le queda la impresión de que se trata —y esto me parece muy bien, pero uno hubiera esperado algo más— de un espaldarazo a los propósitos modernizadores y democratizadores del PAN. Y también da la impresión de que todo lo que está allí —con pocas excepciones— ya estaba en el papel y en las buenas intenciones con las que está empedrado el camino del Infierno, y que del dicho al hecho hay —como se sabe— mucho trecho.  El Acuerdo es, pues, un conjunto de abstracciones bonitas, deseables y posibles de realizar por cualquier gobierno con dos dedos de frente.

De donde surge la pregunta, ¿para acordar esto era necesario el derramamiento de tanta sangre y la persistencia por tanto tiempo de un conflicto armado interno que es del todo artificial desde 1982, cuando la guerrilla fue derrotada militarmente? Y todo esto lleva a pensar en Acuerdos anteriores: el de “la verdad”, por ejemplo, por medio del cual moros y cristianos se eximieron de culpas y responsabilidades históricas. O el de “Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas”, en el que la insistencia en el reconocimiento de la existencia de las culturas y las lenguas vernáculas constituye el eje ideológico de todo lo demás, asunto éste que ya estaba también en el papel desde mucho antes. Y cuando uno piensa en todo sin pasiones, le brota la interrogante necesaria: ¿por qué un gobierno y una guerrilla derrotada pactan sobre asuntos de interés nacional cuyo cumplimiento ninguna de las partes puede garantizar? Porque el cumplimiento de los Acuerdos es lo que falta ver, y sobre eso los ciudadanos somos escépticos, con toda razón histórica.  Repito que todo esto no se dice para ensombrecer el logro de la firma de otro Acuerdo que es también formal pero necesario: el de la paz definitiva. Porque hay quienes sí se entristecen ante la inminente firma de la paz. Tiene razón el presidente Arzú cuando declara que algunos grupos de Derechos Humanos están tristes por la llegada de la paz.

No todos los grupos de Derechos Humanos. Sólo algunos cuyos miembros han hecho de eso un modus vivendi y quienes, si esos derechos se dejan de violar en Guatemala, tendrían que buscar trabajo (un verdadero trabajo). La paz acaba con el negocio de la guerra, con la solemnidad de la guerrilla y del Ejército y sus discursos patrióticos y patéticos, y con el negocio de la solidaridad internacional.  Resumiendo: hay que tomar los Acuerdos como formalidades que exige sobre todo la comunidad internacional para que Guatemala ingrese en el concierto de la globalización, y no como disposiciones de poder que, de hecho, van a cambiar algo en el país. El beneplácito con que los sectores afectados han recibido el más reciente Acuerdo expresa su naturaleza inocua, inofensiva y quizá inefectiva. Todo lo cual ratifica a su vez la inutilidad de la molesta guerrita interna. Pero eso no debe llevarnos a pensar que la firma de la paz no vale la pena.  O sea: la paz se firmará y eso es bueno porque es una condición que la comunidad internacional pone para que el país penetre en los parajes inciertos del siglo XXI. Los Acuerdos —como sus textos lo evidencian— pueden o no cumplirse, y ya sea que se cumplan o no, eso no cambiará la faz del país. Son meras formalidades. Claro que la sensación de estafa política e ideológica asalta el ánimo del ciudadano que ha estado en medio del fuego cruzado de los deportistas de la guerra. Guerra que llega a su fin sin pena ni gloria, envuelta en un aureola gris, sin dirigentes amados por el pueblo y sin consecuencias importantes para el futuro del país. El negocio de la izquierda tradicional será ahora la política sin armas con un discurso conservador, y la agitación en torno a posiciones mayistas, etnicistas y fundamentalistas a las que la clase dirigente tendrá que responder con una genuina modernización de la economía para que la reivindicación de la cultural difference no pase de ser –como en Estados Unidos– un asunto de political correctness, neutralizando así las calenturas de los ladinizados y agringados intelectuales mayistas.  La puesta en escena de todo este espectáculo tuvo un adecuadísimo finale: el Sholón Porras tocando la marimba, Gaspar Ilóm y Rigoberta Menchú bailando al són que les tocaron, algunos sentimentales llorando, y Otto Pérez Molina, mientras tanto, dando firmes declaraciones a la prensa sobre que el Ejército ya está listo para pactar sobre el papel de esa institución en la sociedad del futuro. ¿Qué más queremos? La historia tuvo un final feliz y sus protagonistas vivieron felices para siempre. Guatemala ya no tiene problemas. Que todos canten y alaben a los señores de la guerra, hoy honorables señores de la paz, que todos se levanten, que no se quede ninguno atrás de los demás para alabar la magnanimidad de los panzones, creadores y formadores de la impunidad.  ¿El pueblo? Bien gracias, entre la telenovela y el estadio. Y el guaro.

Publicado el 13/05/1996 — en Siglo Veintiuno

Admin Cony Morales

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