Después de la declaratoria del alto al fuego por parte de la guerrilla y de la orden presidencial de cese de actividades contrainsurgentes, se impone, además de celebrar una (al fin) sabia decisión de la comandancia de la URNG, realizar el balance del legado de la guerra y responder a la pregunta acerca de qué cambió realmente en el país gracias esta confrontación de 36 años. En lo económico, el abandono de la sustitución de importaciones como principal estrategia de desarrollo y su recambio por la exportación de productos no tradicionales, con el consiguiente impacto que sobre el medio ambiente tiene su contaminante cultivo, lo que implica también la imposibilidad de la reactivación del mercado común regional en vista de que a ningún país centroamericano le interesa lo que el otro produce para las necesidades globalizadas de exportación. En lo social, el legado de la guerra es el aumento de la aglomeración humana en las áreas urbanas, el crecimiento citadino desordenado gracias al lavado de dólares, y la institucionalización del crimen organizado que impulsa la industria del secuestro, el robo de automóviles, enseres domésticos, etc. Tanto en el legado político como en el económico y el social, la presencia del narcotráfico constituye una espina dorsal que articula ya una importante parte de la totalidad social y su funcionamiento.
Esta generalización es válida para toda Centroamérica. Para el caso de Guatemala, sin duda el legado más importante de la guerra se observa en el aspecto étnico y tiene que ver con lo que he dado en llamar la autonomización de los movimientos indios y con el consiguiente aceleramiento de los procesos de hibridación y mestizaje culturales por la acción de los medios masivos de comunicación sobre las conciencias y las identidades étnicas. Efectivamente, ha sido sólo después del holocausto de unos 150,000 indígenas que perecieron por las actividades punitivas del Ejército y por el abandono que de su base social hicieron las guerrillas, que los indígenas guatemaltecos comenzaron a perfilar una actividad política organizada no ligada a intereses ladinos de izquierda o derecha. Decepcionados de ambos bandos, los indios entendieron que estaban solos y que habían sido manipulados por ladinos en guerra. Este autonomismo indígena ha dado lugar a una gran cantidad de organizaciones que ostentan los más variados colores ideológicos, tanto en lo referido a las ideologías políticas como a las ideologías étnicas y religiosas.
Entre las ideologías más publicitadas pero —creo— de adhesión minoritaria, está la ideología del mayismo, que consiste en la postura esencialista-fundamentalista de diferenciar tajantemente a “los mayas” de los ladinos, aduciendo que éstos últimos son mestizos y que aquéllos son mayas puros, y reclamando para los mayas la propiedad legítima del territorio guatemalteco y una organización política distinta y diferenciada de la que existe. Sobre este asunto, resulta útil recordar las palabras de Eric Wolf en su libro Pueblos y culturas de Mesoamérica, en el que dice que:
Habrían sido liquidadas, poco después de la conquista, o sea entre 1519 y 1650, más de las 6/7 partes de la población anterior. Esto significa que los genes introducidos por europeos y africanos se unieron a una masa genética india muy reducida tanto en importancia como en vitalidad. Por ello, podemos asegurar formalmente, que ya no existen en Mesoamérica indios de “pura sangre”. Son herederos de un proceso de intercambio genético con europeos y africanos, de la misma manera que todos los europeos y africanos se han visto envueltos en intercambios genéticos con indios. Resulta, pues, que todos ellos son híbridos o para emplear el término utilizado en Mesoamérica: “mestizos”. (p.38)
El legado de la guerra en el plano étnico es, pues, el de la autonomización de los movimientos indios, ligados a la reivindicación cultural, territorial, étnica y de derechos humanos. Sin duda, en la lucha de la sociedad civil contra la impunidad y la corrupción la satisfacción de estas justas reivindicaciones constituye un punto esencial para asegurar la vigencia de la democracia y del estado de derecho, desligándolas de las posiciones esencialistas-fundamentalistas-racistas y ubicándolas en un marco de democratización de la nación multicultural guatemalteca…
Los perdedores visibles en este balance del legado de la guerra son, sin duda, los militares quienes han visto reducirse su espacio de acción política pública y, una vez firmada la paz, verán reducirse aun más sus espacios de maniobra, aunque se han asegurado ya su existencia y holgada sobrevivencia en forma indefinida, y también han modernizado sus medios de control poblacional y territorial, capacitándose así mejor que nunca para cualquier acción de represión selectiva. Por eso el alto al fuego se saluda con respeto, ya que mantener la guerra implicaba seguirle haciendo el juego a la contrainsurgencia. Ojalá que la comandancia de la URNG ya lo haya (al fin) aceptado.
La violencia seguirá, sin embargo, ya no como una violencia de derechas e izquierdas, sino como un legado de la confrontación que estas fuerzas protagonizaron por 36 años. La lucha de todos los guatemaltecos se focaliza ahora en combatir la impunidad, la corrupción y la violencia. Y es de esperar que en esta lucha actuemos todos unidos: indios, ladinos, derechistas e izquierdistas bajo el denominador común (tan común que se olvida) de la honestidad. La gran interrogante sigue siendo: de qué manera nuestra clase dominante (y, ahora, dirigente) llevará al país, junto con Centroamérica, a emprender los caminos tortuosos de la modernidad globalizada. Probablemente ni siquiera los dirigentes-dominantes lo sepan todavía. Por todo lo cual no nos queda por el momento más que permanecer atentos y vigilantes.
Publicado el 23/03/1996 en Siglo Veintiuno
Admin Cony Morales