Hace tiempo, no sé cuánto, los chapines perdimos la fe en nuestros gobernantes. ¿Ocurriría luego del derrocamiento de Arbenz? Parece que sí. A partir de entonces (yo tenía siete años) el niño que yo era notó que los adultos se amargaron, que ya no hablaban con ilusión de su país, que renegaban de todo lo que se presentaba como «nacional» y yo -como tantos otros niños- crecí pensando y sintiendo que lo mío no valía la pena, que por ser mío era malo, y naturalmente interioricé un concepto amargo de mí mismo y de toda la hermosa realidad que me rodeaba. Los volcanes azules, las montañas inmensas, los atardeceres desgarrados, los lagos cristalinos, el desprendimiento de los indios y las aprensiones de los ladinos, todo, carecía de sentido porque los adultos criticaban al gobierno, a cualquiera de los gobiernos, y todo lo «nacional» era sinónimo de podrido.
Esta cultura del autodesprecio me impregnó para siempre, al extremo que cuando viví en otros países consideraba una ingenuidad el que sus habitantes confiaran en sus gobiernos y centraran sus preocupaciones políticas en buscar formas de mejorar las disposiciones gubernamentales.
Yo había crecido influenciado por las ideologías de la izquierda, según las cuales todo había que cambiarlo de raíz y primero había que destruir lo que existía, como si la izquierda representara el fuego divino.
Ahora, cuando el discurso de los políticos profesionales solamente provoca en el pueblo descreimiento y apatía, cuando los ideales de libertad, justicia y desarrollo suenan a campanadas en el aire, ya sea que vengan de la izquierda que de la derecha; hoy, cuando en el mundo entero se plantea una nueva forma de hacer política, me parece macabro el hecho que desde niño haya yo tenido esa visión negra del poder estatal y que nunca haya confiado en mis dirigentes (de derecha o de izquierda). En la adolescencia comprobé que la moral de los políticos profesionales (de derecha y de izquierda) no era confiable, y ya de adulto digiero perfectamente la necesidad de inventar nuevas formas de hacer política que involucren a la gente, a las comunidades, y que el ejercicio de las decisiones colectivas no recaiga en grupos de iniciados y profesionales que se tapan todos con el mismo costal.
Yo quiero ser un guatemalteco que confíe en sus dirigentes y que se sienta orgulloso de su país, de la calidad de su arte, de su literatura, de su deporte. Quiero ver a los artistas guatemaltecos viajar al extranjero a mostrar sus obras, y quiero ver a los deportistas llegar a ganar a otros países las competencias deportivas. Ya no quiero pensar en mí como en un ser que viene de un país de mediocres e incapaces. Quiero recobrar la fe en mi país, en su futuro, en sus ciudadanos, y no pensar que aquí nada ni nadie se compone ya y que nada ni nadie vale ya la pena. Por eso creo que TODAS las formas de organización grupal son válidas para que empujemos todos el proceso de democratización, de integración nacional y de ensanchamiento de la sociedad civil (institucional). La paz y la democratización no dependen exclusivamente de que se firme un documento entre los grupos que están en guerra muy en contra de la voluntad de las mayorías. Depende de todos nosotros, los que necesitamos recobrar nuestra autoestima de guatemaltecos. Por eso depende también de nosotros y de nuestra capacidad de organizarnos en torno a objetivos patrióticos, el que la democratización se consolide y que la sociedad civil llegue a regir los destinos de este país que amamos porque es el único que es nuestro.
Publicado el 24/07/1992 — en Siglo Veintiuno
Admin Cony Morales