La rebelión posmoderna es, pues, inocua, inofensiva, es espectáculo y simulacro porque los pueblos ya no pueden reflexionar y actuar a partir de su condición en una manera que lleve al conflicto social y político real. En lugar de defender derechos económicos se defienden derechos “culturales”, y esa defensa la hacen élites ligadas a los organismos que vinculan a estos sectores con los intereses globalizadores.
Uno de los grandes triunfos del mercado corporativista durante la segunda mitad del siglo XX fue haber anulado en la conciencia cívica de los ciudadanos la percepción de la política como un quehacer ético encaminado a mejorar las condiciones sociales y económicas de las mayorías de un país y, en cambio, haber hecho que las ciudadanías interiorizaran como algo normal la banalización de la política, es decir, su conversión en espectáculo de entretención frívola por medio de la sustitución de la figura del estadista por la del actor y el entertainer al servicio del interés corporativo.
Esta estrategia mercadológica arrancó en los años sesenta, después del asesinato de Kennedy, cuando los publicistas y mercadólogos de Madison Avenue cooptaron la noción de «rebeldía» -puesta en boga por el movimiento de derechos civiles y la ola revolucionaria juvenilista mundial- para ofrecerla, banalizada en productos de consumo, a un potencial mercado de jóvenes consumidores (que hasta entonces eran rebeldes en el «viejo» sentido de la política como conducta ética a favor de las mayorías), en forma de comportamientos enlatados que las técnicas de publicidad y mercadeo relacionaban con el consumo de los productos que anunciaban y que adoptaron entonces la modalidad de lo «hip» y lo «cool». Quedaba así integrado al consumismo el segmento «juventud» y se podía pasar a «educar» en lo mismo a la conciencia indefensa de los bebés, proceso que culminó en los años noventa.
Durante los ochenta, la «era Reagan» acostumbró a una ya banalizada conciencia política a que un mediano actor de Hollywood podía ser un «gran presidente» porque hacía avanzar los intereses del capital corporativo transnacional. Después de Reagan, toda suerte de personajes de farándula se ha metido a la política, ya que, reducidas las contiendas electorales a campañas publicitarias de mercado y los electores a mercado de consumidores de la imagen de los candidatos, quienes poseen de antemano una cobertura de masas en la industria del entretenimiento tienen mayores posibilidades de ganar elecciones «democráticas».
Este proceso de banalización de la política y de los políticos no acabó aquí sino se amplió a la posibilidad de que cualquier persona, por muy incapacitada que esté para ocupar un puesto público, pueda ser «libremente» electa mediante el uso de las técnicas de publicidad y mercadeo que se usan para vender salchichas, cigarrillos o cervezas. Es así como de Reagan llegamos a la elección del actor de lucha libre Jesse Ventura como gobernador de Minnesota y, al arribar la presidencia Baby Bush, atestiguamos otro triunfo de la industria del espectáculo: el efectivísimo lanzamiento de la moda de la mediocridad como valor y condición sine qua non del «éxito», idea que cundió en las masas mediante la promoción del síndrome de Forrest Gump, un retrasado mental que, en la película del mismo nombre, «triunfa» en un mundo de jóvenes que de rebeldes pasaron a ser jipis y de jipis a ser consumidores, gracias a las estrategias que Madison Avenue usó para convertir la Tierra en un planeta de deglutidores. Después de esto, en política podía pasar cualquier cosa.
Y está pasando. El nuevo gobernador de California es nada menos que ese tieso personaje de hombros caídos y brazos nudosos que habla inglés con acento austriaco y que es conocido por las masas como Terminator (aunque responde al nombre mucho más cómico de Arnold Shwarzenegger), quien ahora corre cargando el tanque de oxígeno que necesita Baby Bush para lanzarse a una reelección que las técnicas de publicidad y mercadeo deberán transformar de fracaso militar en victoria política en Irak, y de fraudulencia en bonanza económica en Estados Unidos. Shwarzenegger -de quien se sabe que no mejorará en mucho la herencia desastrosa del despedido Grey Davis- es otro triunfo de la mercadotecnia política, cuya acción banalizadora inspira a legiones de mediocres y oportunistas en el tercer mundo (tanto en las incultas cumbres de las elites oligárquicas como en los bajos fondos lumpenizados de las capas medias empobrecidas) para lanzarse a «salvar a la patria» de las garras de sus pares, siempre -eso si- con la imprescindible ayuda de ese alegre gremio de mercenarios ideológicos vulgarmente conocidos como asesores de imagen.
Publicado en octubre de 2003 — en Siglo Veintiuno
Admin Cony Morales