Si uno se pone a analizar las formas de resistencia política, ideológica y cultural que ahora existen en el mundo, ubicándolas en el espacio del mercado, se llega muy pronto a la conclusión de que prácticamente no existen formas de resistencia visibles que se sitúen fuera del él. Esto, porque si son formas visibles de resistencia, su misma visibilidad depende justamente del mercadeo y la rentabilidad que comporten a la industria cultural, al mercado político, al mercado académico de las modas intelectuales, y al de las múltiples formas de solidaridad y caridad que las iglesias económicamente poderosas despliegan desde el primer mundo hacia el tercero. En otras palabras, si se desarrolla una genuina forma de resistencia cultural frente a las formas hegemónicas y dominantes de producción y consumo simbólicos, esa forma no se hace visible ya que las posibilidades de visibilidad, difusión y transmisión culturales dependen hoy día absolutamente de los circuitos de producción y distribución de las mercancías simbólicas de la industria cultural, las cuales van desde la literatura de entretención hasta todas las formas de arte audiovisual, pasando por las versiones domesticadas de las culturas llamadas primitivas, exóticas o simplemente otras.
La resistencia cultural, para ser visible, necesita, pues, que desvirtuarse, que prostituirse, que renunciar a sus posibilidades revolucionarias, de cambio, ya que si sostiene su oposición radical se convierte en marginal y, por tanto, en invisible; es decir, en no mercadeable. Quien quiera que su protesta se conozca, tiene –triste paradoja– que convertir su disenso y su protesta en mercancía. Esta pareciera ser la norma. Pero ¿es del todo imposible alguna forma de genuina resistencia, de auténtica expresión contrahegemónica en el espacio del mercado? No quisiera contestar a esta pregunta apresuradamente ni ofrecer una solución principista al dilema que plantea la realidad delineada. Lo que quisiera dejar asentado es el criterio de analizar todas las formas de supuesta resistencia cultural y contrahegemonía a la luz de esta verdad. En otras palabras, frente a un testimonio, frente a un movimiento étnico que pugna por el respeto a una identidad supuestamente otra, frente a una forma musical, literaria, teatral, etc., que supuestamente es contestataria, uno tendría que examinar su discurso y objetivos en razón de las necesidades del mercado en el cual esa protesta adquiere forma material, ya sea de libro, película, disco, movimiento social, ONG, instituto de investigaciones, congreso académico, publicación periódica, etc, etc., etc. Si pasa la prueba del mercado, le queda todavía el dilema de la invisibilidad.
Claro que el mercado tiene una cierta capacidad de absorción de los discursos y acciones que contradicen su hegemonía y dominación y, por ello, tiene un margen bastante amplio para convertir en rentables las manifestaciones o discursos que lo cuestionan. En este vértice de negociación que ocurre a veces entre el mercado y las acciones y discursos que lo contradicen, es donde deberemos buscar la genuina resistencia cultural, política e ideológica. Por tanto, preguntémonos: ¿qué tanto tienen de genuino y qué tanto de mercadeable los movimientos etnicistas en la era de la globalización? ¿Quién o quiénes se benefician con la agitación y la reivindicación de identidades binarias, planteadas como otredades: el pueblo o las élites intelectuales que dicen representarlo? Sea cual fuere la respuesta en cada caso específico, tendrá que ser ecuánime y desideologizada. ¿Empezamos a hacerlo?
Publicado el 26/10/1998 en Siglo Veintiuno
Admin Cony Morales