Los años 90 constituyeron la culminación de un proceso que empezó en la década de los 60: el proceso de sustitución de los criterios científicos, académicos y, en general, cognoscitivos, por los de la publicidad y el mercadeo mediáticos, como criterios de verdad en cuanto a la percepción e interpretación del mundo.
Este proceso, que empezó cooptando a los jóvenes sesenteros mediante una invitación a ser rebeldes consumiendo ciertos productos juveniles, culminó cuando la niñez noventera se hipnotizó mirando los Teletubbies. De entonces en adelante, la incapacidad de procesar el discurso letrado por parte de las juventudes estudiantiles se hizo evidente, aunque ya existía como proceso creciente desde dos décadas antes, ya que los medios audiovisuales habían comenzado a sustituir la palabra escrita como forma privilegiada de comunicación desde fines de los años 50.
Debido a que el mensaje audiovisual es procesado por el cerebro después de ser captado, su descodificación no supone el esfuerzo que implica descodificar un mensaje letrado que debe captarse mientras voluntariamente se lee. El mensaje audiovisual se recibe sin necesidad de que medie la voluntad y, si la sucesión de imágenes, sonidos, luz y efectos visuales es muy rápida, el cerebro desconecta su capacidad descodificadora y se convierte en receptáculo pasivo de esos estímulos luminosos que nos resultan tan entretenidos por tan hipnóticos.
Es por esto que la incapacidad de leer es un mal que aqueja a casi la totalidad de la juventud actual. Y el sistema educativo, a la vez que promueve la educación audiovisual como sustituta de la educación letrada, echa sobre los hombros de los maestros la responsabilidad y el “desafío” de hacer leer a un estudiante que no quiere leer porque no puede, y que tampoco quiere aprender porque ya no pudo enterarse de la importancia que reviste el conocimiento para la realización plena del ser humano.
Es de este desencuentro que arrancan toda suerte de técnicas pedagógicas que constituyen el infierno de los educadores, pues pretenden enseñar prescindiendo de la voluntad de aprender, apelando a la mecanicidad del conductismo y a la necesidad de entretener a una juventud acostumbrada al hedonismo audiovisual. Los maestros se convierten así en entretenedores de la clientela estudiantil, la cual, como cualquier clientela, siempre tiene la razón, pues es la que paga y sostiene la institucionalidad y el sistema educativo.
Y aquí llegamos al meollo del asunto. El problema educativo actual es un problema derivado de la hegemonía de la lógica cultural del mercado aplicada a la educación. Si se educa con el primordial objetivo de alcanzar mayores márgenes de lucro, lo que resulta es una educación fragmentaria, inconexa, desjerarquizada y entretenida, que forma seres de mentalidad light. Por eso, la humanidad es ahora (en la “era de la comunicación”) más tonta e ignorante que hace diez y que hace veinte años. Un proceso inducido de intelicidio tiene lugar desde los años 60, el cual resulta en un ser humano obediente a los mandatos de la publicidad y el mercadeo, como sustitutos de las ciencias sociales y las humanidades.
En un mundo así, ¿cómo se les puede exigir a los maestros lograr que sus estudiantes se conviertan en personas letradas? El problema es estructural. Y mientras la educación no se aborde como resultado y parte de una estructura mercantilizada, seguiremos enfangados en bizantinas diatribas “pedagógicas”.
Publicado en octubre de 2007 — en elPeriódico
Admin Cony Morales