En 1990 publiqué un epigrama que dice así:
Absolutamente todo es cierto. Hasta la mentira.
Ergo: la mentira no existe porque es cierta.
Ergo: la mentira es verdad.
Qué importa entonces que la verdad sea mentira.
El relativismo que evidencia el epigrama pareciera agotarse en lo formal, en la mera expresión verbal sin contenido ni correlato con la llamada «realidad». Pero es justamente sobre esta forma de razonar que yo quisiera llamar la atención de usted, lector paciente. Si admitimos que todo, sin excepción, es cierto, o sea que todo es real, no podemos negar la realidad de la mentira. Y si la mentira es real, no puede ser irreal. Simplemente es. El problema surge cuando digo que la mentira no existe precisamente porque es cierta. !Tremenda contradicción! Auque después concluyo en que la mentira es verdad, y entonces el silogismo se compone, porque el razonamiento vuelve a fluir por sus cauces originales.
Lo terrible de todo, el sofisma brutal (oh), surge en el verso final cuando, a partir de todo lo razonado, postulo que nada importa que la verdad no sea cierta, es decir, que sea mentira. !Oh decepción cartesiana! La broma que le vengo jugando, lector paciente, obedece a la voluntad mía de sensibilizarlo en torno la relatividad que rige todos los procesos del mundo y de la vida, y con el objetivo de que, entre todos, vayamos aceptando que la verdad es algo que todos compartimos, como el aire contaminado y los rayos ultravioleta de un sol ya sin el Ray Ban de la capa de ozono. Porque hasta ahora, moros y cristianos hemos creído tener La verdad en la mano, y en nombre de esa certeza, nos hemos lanzado a cambiar el mundo unos, y a mantenerlo como esta, otros.
Pero como la mentira es verdad ¿qué importa que la verdad sea mentira? ¿De qué nos preocupamos? Antes, la preocupación que privaba en los ambientes intelectuales y políticos era la de «estar en lo correcto», entendiendo por eso, hallarse dentro de las coordenadas de La verdad, como si la verdad fuera asible por la débil capacidad del razonamiento. La verdad desborda al único aparato capaz de percibirla o de inventarla. La historia está llena de ejemplos que ilustran esta aseveración.
Marx, cuya lucidez no acabamos aun de comprender y menos de valorar, postuló ya en sus «Tesis sobre Fehuerbach», la transformación del mundo como objetivo del pensamiento y como tarea de los filósofos. De donde el deslinde entre teoría y práctica apareció como una interesada invención de los filósofos «profesionales». Lucubraciones en torno a la verdad, similares a las que satirizo en mi epigrama, perdieron brillo ante la brutal y hermosa juntura que Marx hizo entre teoría y práctica. Y el ejercicio de la racionalidad como ejercicio de la verdad («mental»), cedió lugar al ejercicio del razonamiento dialéctico («real»), que luego se convirtió (por obra de Stalin) en otra metafísica y pasó de ser una lógica dialéctica regida por los contenidos de sus categorías, a otra lógica formal regida por la sofística del proletariado. Hoy día, cuando querámoslo o no vivimos la era de la multipolaridad, la verdad también se volvió multipolar, múltiple, llena de matices. Ya no vemos las cosas en blanco y negro, sino que nos interesa más escudriñar las posibilidades y gamas del gris. Ya no hay verdad sino verdades… Por eso, la ciencia como criterio de verdad, ha concedido pertinencia al respecto también a la magia y a otras formas «irracionales», lo cual, unido al relativismo cultural que afortunadamente se ha impuesto indiscutidamente, nos ha vuelto una comunidad despreocupada por saber quién tiene la verdad, y vivimos muy contentamos de saber que la tenemos todos…
Publicado el 20/01/1993 — en Prensa Libre
Admin Cony Morales