Si aceptáramos que la cultura es la práctica simbólica de todos los seres humanos, que les sirve para dar cohesión social, legitimación política e identidad a los grupos que producen y consumen bienes culturales, podemos aceptar que el ejercicio de la propia cultura es el ejercicio de la propia identidad, del propio ser-sí-mismo. En tal sentido, este ejercicio está directamente ligado al derecho mismo a la vida, el cual implica el derecho a vivirla con dignidad y decoro y no en condiciones infrahumanas, de donde el ejercicio de la propia cultura resulta ser un ejercicio de la propia libertad. La identidad no es algo inamovible sino algo que cambia, evoluciona e incluso puede involucionar. Por ello, el derecho a ejercerla es el derecho a transformarla, cimentarla, fortalecerla. La práctica simbólica propia de cada grupo social, es, pues, un derecho que se inscribe en el concierto de los Derechos Humanos. El problema -o «tema», como gusta cierta intelectualidad llamar hoy día a los problemas- de los Derechos Culturales, se torna agudo en países multiculturales, multiétnicos y multilingües que todavía no han terminado de configurarse como naciones, puesto que aun no incorporan plenamente a algunas de sus etnias integrantes al proyecto político y económico de Nación que ciertas clases étnicamente diferenciadas han echado andar en el pasado. Obviamente, este es el caso de Guatemala.
El problema de la multiculturalidad lleva a la necesidad de las autonomías étnicas y regionales, al problema de las políticas culturales democráticas, pluralistas y específicas de cada etnia, y al problema de la conformación de la Nación multicultural. No del país multinacional, puesto que eso es otra de las muchas alucinaciones sociológicas de ciertos ladinos que profesan indianismos culposos. Cuestión que, por otra parte, resulta ser una de las muchas mentalidades —harto explicables— derivadas de una prolongadísima realidad de coloniaje, opresión y expoliación. Y toda esta problemática de hecho puede ser planteada en el marco del ejercicio libre de los Derechos Culturales, lo cual hace que el debate desemboque en la necesidad de la democratización del país multicultural que todavía no es una Nación multicultural puesto que aun no se democratiza el derecho de todos a ejercer su cultura en igualdad de condiciones. Al llegar así a remitir todo a la necesidad de la democratización, llegamos igualmente a la necesidad de realizar la integración, tanto nacional como regional.
Democratizar el país implica integrarlo.
Integrar la región centroamericana implica ser capaces de relacionarnos con el Norte feroz en mejores condiciones que si lo hacemos como países aislados.
Y así como las integraciones nacionales deben ser necesariamente plurales y múltiples, haciendo valer la diversidad y la diferenciación como factores de unidad, así las integraciones regionales y lo que un día será la integración latinoamericana deben realizarse sobre las mismas bases.
No existe otra posibilidad de llevar a la práctica la integración ni existe posibilidad ya de evadirla si queremos sobrevivir humanamente -y no infrahumanamente- en el mundo del siglo XXI.
Y todo esto también puede plantarse como ejercicio de los Derechos Culturales, esta vez de un Sur que reivindique la diversidad y la diferenciación como rasgos esenciales de su unidad, planteados a su vez como requisito imprescindible para ensamblarse en la inevitable globalización económica y cultural que implica el futuro inmediato. Esta inserción en la globalización habrá de darse bajo criterios de pluralismo y de democracia.
No puede ser de otra manera.
Estos son los Derechos Culturales que el Sur debe hacer valer frente al Norte en este momento histórico de la humanidad. Y el V Centenario es una fecha propicia para formular la posición-Sur frente a la conocida posición Norte, que implica la pretendida «uniculturalidad», la homogenización cultural necesaria para crear mercados homogéneos de bienes simbólicos, y la transnacionalización de la cultura industrial vía medios de comunicación y en detrimento de nuestras culturas étnicas, populares «nacionales».
La problemática, como puede verse, es lo suficientemente compleja como para permitirnos el lujo irresponsable de hacer del V Centenario una fecha de divisionismos y exacerbación de odios fratricidas o reclamos históricos sobre hechos pasados que ya no tienen remedio en sí mismos. El futuro sí puede tener algún remedio si nos ponemos de acuerdo. Y ese (el futuro) debe ser nuestro objeto de estudio y nuestro objetivo político en esta hora del mundo, tan convulsa, complicada y a menudo desconcertante…
Publicado el 21/10/1992 — en Prensa Libre
Admin Cony Morales