Si entendemos la sociedad civil como el conjunto de instituciones representativas de los diversos sectores sociales interactuando en una lucha por la hegemonía política; si aceptamos que el mecanismo de esa lucha por la hegemonía es la democracia representativa; y si comprendemos por fin que tanto los individuos como los grupos e incluso las naciones poseemos siempre una parte de lo que en un momento dado se considera la verdad, hemos dado un vuelco a nuestras mentalidades y hemos dejado atrás el autoritarismo, para ingresar en los ámbitos de la tolerancia y la aceptación del hecho que, aunque la verdad del otro no sea la mía, es respetable que para él sea la suya. El uso del concepto sociedad civil es común en la Guatemala de estos días. En columnas periodísticas, comunicados y documentos de índole diversa, su consolidación y ensanchamiento aparece como meta, como fín, ligado obviamente a la profundización del proceso de democratización que con altibajos transita esta sociedad. Se postula expandir la sociedad civil, fortalecerla para que la lucha por la hegemonía política se realice por medios democráticos.
Luchar por la hegemonía supone eso, ya que otro tipo de mecanismo implicaría luchar por la dominación, que es precisamente el estadio que el país está tratando por todos los medios de dejar atrás. Para que de hecho exista una sociedad civil actuante, es imprescindible que una parte de esa institucionalidad en movimiento esté consagrada al libre flujo de las ideas, a la confrontación democrática del pensamiento en todas sus corrientes. El espacio institucional que permita este tipo de intercambio contribuye de hecho al ensanchamiento de la sociedad civil y, consecuentemente, al desarrollo y consolidación de la democracia.
Si un escritor encuentra en su país los medios que le brinden el espacio necesario para ejercer su labor escritural encaminada al logro de estas aspiraciones ampliamente colectivas y si, además, le pagan por hacerlo como corresponde al mandato de la ley, ese escritor no solamente toma conciencia sobre que existe de hecho un margen de civilidad básica y de asomo democrático que le bastan para consagrar parte de su esfuerzo al desarrollo de esas necesidades sentidas, sino que el respeto a sus facultades creativas lo estimula para ejercer su función sin amarguras. Los resentimientos, los oportunismos, las intrigas y las «bajadas de piso» que caracterizan nuestra incipiente civilidad pueden ser pasadas por alto y concentrar la energía en el pequeño espacio desde el cual entre todos habremos de edificar mentalidades que ya no sientan que las diferencias se dirimen mejor por la vía rápida (un tiro) o que todo el país está equivocado excepto uno mismo. La aceptación de la diversidad y de la validez relativa de todo lo diverso, la revelación de que no existe centro ni periferia sino sólo centros de centros, nos libera de la esclavizante necesidad de los dogmatismos y los doctrinarismos y nos otorga la valentía imprescindible para pensar y actuar a partir de convicciones y no de coacciones (aunque éstas aparezcan disfrazadas de vocaciones políticas).
Gurdjieff decía que lo único que hay que sacrificar en esta vida es el sufrimiento. Y vaya si nos cuesta decidir abandonar el feo hábito de sufrir. Porque si la democracia es, como dicen algunos, la expresión política del individualismo, habría que preguntarse por qué tanto mitómano de izquierda y de derecha se opone a ella. Pero eso no interesa ahora. Interesa, creo, celebrar el hecho de haber tropezado con los medios y de estar empezando a contribuir al fin.
Publicado el 14/03/1992 — en Siglo Veintiuno
Admin Cony Morales