En diciembre pasado, José Saramago publicó un artículo en Le Monde Diplomatique sobre la ilusión de la comunicabilidad en esta era llamada de la comunicación. Básicamente, Saramago razona a partir de que la cantidad no garantiza la calidad y que, por ejemplo, el alboroto por disponer de 500 periódicos en Internet, o de 500 canales en el cable, no garantizan que alguien esté mejor informado porque, dice él, sólo un idiota podría dedicarse a leer 500 periódicos en un día. Aunque él no lo hace explícito, de aquí se desprende que esos 500 periódicos o canales de televisión tengan, además, versiones uniformadas de la noticia que ofrecen de los hechos reales, lo cual haría su lectura del todo superflua.
Saramago se lamenta de que ahora nos encerremos en nuestras casas o apartamentos para comunicarnos con el mundo desde nuestras habitaciones, y en cambio nos perdamos la comunicación personal con los vecinos. Alguien me acaba de contar que una hija suya dice, cuando no puede conectarse a Internet o el correo electrónico: “Me conecto, luego existo. No me conecto, luego insisto”.
La frase es extraordinaria en varios sentidos, pero me interesan por lo menos dos. Uno, tiene que ver con que sin duda es una desconstrucción del cogito cartesiano, que anteponía la capacidad de razonar a la existencia (cuestión poco probable a estas alturas del cientificismo). El otro tiene que ver con el hecho de que expresa la adicción que estamos desarrollando hacia las diferentes formas de “comunicación” que propician, paradójicamente, el aislamiento respecto de los seres de carne y hueso que nos rodean.
Algo más que se desprende del razonamiento de Saramago es la pertinente pregunta acerca de qué es lo que se comunica en esta fiebre comunicacional tan publicitada. Jean Baudrillard hablaba de la obscenidad de la comunicación en el siguiente sentido: lo obsceno es aquello que muestra todo sin pudor. Bueno, pues ahora, podemos ver varias veces repetida la misma escena una y otra vez, y a veces esa escena no es agradable. Por ejemplo, las palizas que la migra les propina a los latinoamericanos que intentan vender su fuerza de trabajo en Estados Unidos o un sinnúmero de accidentes que transmiten en el subgénero que llaman “televerdad”. También nos ofrecen un espectáculo (cualquiera) y luego nos explican cómo fue hecho, y ese segmento explicativo tiene igualmente un precio a pagar en anuncios que uno deglute. En suma, se muestra todo, como en la pornografía. Nos saturan de imágenes, y la saturación acaba con la emoción. Porque la obscenidad mata la emoción, por eso la pornografía no es erótica sino obscena.
No niego que por correo electrónico o por Internet algunas personas puedan conocer al amor de su vida y, si esto ocurre, ya ambos están plenamente justificados. Lo único que quiero decir es que la comunicación de la era de la comunicación a menudo no es comunicación sino consumo de datos que nos impiden comunicarnos y que, como todas las adicciones, la adicción a la “comunicación” es dañina para la salud. Valgan las redundancias.
Publicado el 15/03/1999 — en Siglo Veintiuno
Admin Cony Morales